Tenía la voz de lija y el corazón de seda. Las muñecas rotas. Huesecillos de cristal como cuentas de un rosario con el que orar al dios del toreo desde el altar mismo de la torería.
Era el pecho por delante. Frente al toro y en la vida. La mirada profunda. El gesto sereno. La palabra justa. Medida.
Era el pecho por delante. Frente al toro y en la vida. La mirada profunda. El gesto sereno. La palabra justa. Medida.
Medida y temple. Dosis justas de todo menos de grandeza y verdad torera.
Un toque. Eh, eh toro. Distancia. Vente, vente. Y la pierna hacia delante, en la vía misma que conduce por igual a la muerte y a la gloria. Vente, toro, vente.
El coraje. Las ganas de darse por completo. El corazón abierto en dos en la muleta, etérea y firme a un tiempo. El tormento hecho placer en el compás de una verónica con el mentón hundido, en el bordado de una media con el cuerpo cimbreante, que no vencido.
El torear sin torear. El salir de la cara del toro con elegancia, sin aspavientos. Que quien tiene clase empapa con ella cada granito de arena hasta lograr que pueda agarrar en el ruedo la raíz más firme de la nobleza.
Y sin tener sangre azul. Ni falta que le hacía. Su sangre era lila. Lila sabiduría. Lila independencia. Lila dignidad. Lila y oro para un torero con el alma de diamante.
Se va Chenel. Se va el aroma. Se va la esencia de la torería. Elegancia y lujo en el frasco recio del clasicismo. Un ayer que no es pasado. Un futuro que empezó a ser antes de llegar.
Ya lo dijo esa gran dama que nació Gabrielle y murió Coco, que el estilo jamás pasa de moda. Y sin quererlo, describió el aroma a Chenel. Chenel sin número. Chenel infinito.
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